21.7.10

HOMENAJE AL CINEASTA CHILENO RAÚL RUIZ - CRÓNICA DE FRANCISCO VÉJAR





















  
Raúl Ruiz
De Chiloé a París


Por Francisco Véjar, exclusivo para LE CHAT QUI PECHE del libro crónicas LOS INESPERADOS, Tajamar Editores, Santiago de Chile, 2010. Arte: Leo Lobos. Un homenaje a Raúl Ruiz Pino o Raoul Ruiz (nacido en la ciudad de  Puerto Montt, Chile 25 de julio de 1941), cineasta chileno y teórico del cine radicado en Francia, país en el que se exilió luego de que ocurriera en Chile el Golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973. Alcanzó notoriedad internacional a principios de los años 1980 con películas como Las tres coronas del marinero (1983) y La isla del tesoro (1985). Es considerado por muchos como el cineasta chileno más importante de la historia. Su ultima producción de 2010 “El misterio de Lisboa”.


Casualmente me encuentro a Raúl Ruiz en Pedro de Valdivia con Providencia. Después del saludo de rigor, partimos al Lomit’s cercano. Yo pido una copa de vino blanco y él una garza. Me muestra un cuaderno de croquis, donde apunta poemas y notas para sus películas. Habla de una escena donde un párroco sube a un micro y se pasea por el pasillo, bendiciendo a los pasajeros, que en su totalidad dialogan por celular. Es un reflejo de Chile, me explica. Esto me trae a la memoria una anécdota contada por Patricio Manns. A principios de 1972, Ruiz le invitó a presenciar el rodaje de una película. Para sorpresa del cantautor, vio aparecer a Nelsón Villagra a caballo y desnudo, con una garrafa de vino en sus manos, entrando al mar. Con esta secuencia simbolizo ‘la revolución a la chilena, fue la justificación de Raúl.

En el restaurante de Providencia le pregunto si es cierto lo que dice el poeta Armando Uribe, en cuanto a que escribía un soneto perfecto en menos de cinco minutos. Me contesta que sí. Queda un minuto en silencio, y recita de memoria un soneto de Guido Cavalcanti, en el italiano original. Se le reconoce desde lejos; es alto y de paso cansino, macizo de contextura: un caballero de la vieja estirpe criolla. Cuando está en Chile suele caminar por Miguel Claro y Pedro de Valdivia. Va silencioso, pero en los bares prefiere departir un vino blanco con algún amigo. Es asiduo del restaurante El Parrón de Providencia. Le queda a pocas cuadras de su departamento, ubicado en la calle Huelén. Ya murió su padre, capitán de la marina mercante, a quien le dedicara su cinta Las tres coronas del marinero (1982). Ahora su madre también falleció. Por ella venía constantemente a Chile; pero le gusta pasar inadvertido. Odia que se entere la prensa, sobre todo ahora, que es el desaguadero de la farándula.

A Raúl Ruiz no se le puede separar de sus amigos escritores. Era estudiante de Derecho en la Universidad de Chile, cuando Claudio Giaconi lo apadrinó para el montaje de una pieza en un acto, escrita a toda velocidad por Ruiz. Él mismo interpretó al protagonista, un escultor que una vez terminada su obra, la destruía. Ruiz no pasaba de los 18 años. Antes lo había descubierto Poli Délano. En un restaurante santiaguino, Poli despachaba una cerveza en la barra, cuando vio entrar a un joven de abrigo, quien se sentó a una de las mesas y pidió un pollo asado y una botella de vino tinto. Rápidamente despachó la comida y el licor. Luego se le acercó un garzón con la cuenta, mientras otro lo ayudaba a ponerse el capote y le introducía una botella en cada bolsillo. Poli preguntó por el nombre de tan singular personaje.

—Es Raúl Ruiz —respondieron al unísono los garzones.
Pero esta crónica, en realidad, se remonta a 1996, varios años antes de nuestro cruce fortuito. Fue gracias al poeta Manuel Silva Acevedo que conocí a Ruiz en un plano más personal. Él es su amigo más fiel en Chile, se conocen desde que Ruiz estaba de novio con Valeria Sarmiento, también cineasta. Ruiz le habría dicho a ella: Si te casas conmigo, seré declarado Hijo Ilustre de Puerto Montt. Desde luego, Manuel asistió a la celebración del joven matrimonio. Pero tuvieron que pasar bastantes años para que, en el verano de 1994, Ruiz fuera declarado Hijo Ilustre de la ciudad fluvial. La ceremonia oficial incluyó una retrospectiva de su cine y los discursos de siempre.

Por un azar yo estaba veraneando en Puerto Varas aquel año y un día me encontré con la noticia de que Raúl Ruiz sería nombrado Hijo Ilustre de Puerto Montt. Decidí asistir al ciclo de sus películas, pero al llegar al cine choqué contra sus puertas, herméticamente cerradas. Golpeé varias veces y nadie respondía. Era el último día de la muestra y, por eso, mi impaciencia me alteraba el pulso. De pronto, vi venir al pintor Francisco Smythe por una arteria cercana y le conté mi dilema.
—Yo te voy a ayudar —dijo con aplomo, y nuevamente llamamos a la puerta, hasta que apareció el encargado de la sala. Se disculpó diciendo que prácticamente nadie iba a ver las películas de Ruiz, incluso una pareja de jóvenes habría salido molesta del auditorio, sin entender ni jota de lo que vieron en la pantalla.
—¿Está seguro de que quiere ver el rotativo? —insistió el empleado.
—Por supuesto —respondí, molesto.
En fin, me despedí agradecido de Smythe y entré a ver lo que tanto quería. Recuerdo una escena del filme El ojo que miente, con John Hurt. Aparecía un niño que desde una ventana observaba cómo un sujeto ascendía hacia el cielo, pero luego le arrojaba una cuerda para devolverlo a la tierra. Días más tarde estuve con Gonzalo Rojas en Valdivia y le conté lo ocurrido en Puerto Montt, a lo que contestó:
—Raúl sí que es grande. Si le cuentas la anécdota le fascinará.

El lugar escogido por Silva Acevedo para presentarme al realizador fue el antiguo restorán Lancelot de Providencia, en una cita que incluía a Enrique Volpe. En esa época ya había leído sus libros El transpatagónico y Poética del cine, y quería contraatacarlo. Ruiz habló de Marcelo Mastroianni, Catherine Deneuve y de narrativa chilena, el tema predilecto de Volpe. Éste tenía el sueño de que su novela Responso para un bandolero —entonces inédita— fuera llevada al celuloide por Ruiz. El cineasta nunca mostró reticencia, pero tampoco mayor interés. Se reía amistosamente de las costumbres de Volpe, quien escribía con una pistola encima del escritorio y en todo momento portaba un arma de fuego. Pero
Ruiz fue el centro de la atención. Era genial. Hablaba de Kant y Pedro Vargas en un santiamén, por dar un ejemplo entre varios. Ruiz había llegado a Santiago hacia fines de abril, justo después de la muerte de Jorge Teillier. La noticia le sorprendió en París; quería regalarle las Obras Completas de Francis Jammes, ya que sabía de su devoción por el autor francés. De verdad sintió la pérdida, fueron amigos durante muchos años.

Por mi lado, descubrí sus películas en la filmoteca del Instituto Chileno Francés de Cultura. Eran cortometrajes desconocidos en Chile. Hablo de fines de los ’80. Algunos años después me uní a unos jóvenes que lo entrevistaron en una dependencia especial de El Parrón. Había una gran mesa rodeada por sillas de estilo y encima del blanco mantel lucían algunas botellas de vino tinto y comida. La conversación fue filmada en dieciséis milímetros. Yo me mantuve en un segundo plano, algo cohibido. Fue como toparnos en la calle, y de hecho él lo olvidó más tarde. ¿Qué será de esa cinta? ¿Qué será de esos amigos?...

La reunión en el Lancelot me dejó gusto a poco, pero a Enrique Volpe se le ocurrió la excusa perfecta para volver a verlo: le pidió si podía darme una entrevista para la revista de la Embajada de Italia. Unos días después, Ruiz me dijo por teléfono:
—Tiene que ser este jueves, pasada las seis de la tarde —y yo acepté gustoso.
Luego le conté que ese día iba a visitar la exposición de imágenes de Jorge Teillier, montada en el Salón de Honor de la Universidad de Chile, y él respondió:
—En ese caso voy por ti a las 18:45 horas y aprovecho de ver las fotos.
Creí que no llegaría. Pero fue puntual. Nos fuimos al bar Indianápolis, a metros de la Casa Central de la Universidad de Chile. Es un lugar de tránsito, al que concurren personas de diversos mundos, con una barra y mesas a los costados, junto a los espejos de rigor. Tiene el aspecto de un MacDonald, si en ellos se vendieran bebidas alcohólicas. Hallamos una mesa vacía en el centro del local. Llegó la garzona y Ruiz pidió un vaso de whisky.
Ella le preguntó:
—¿De qué marca lo va a querer?
A lo que repuso, elevando la voz:
—¡Un Chivas Regal en homenaje a Salvador Allende Gossens!

Criollos en París

Desde la adolescencia fui cinéfilo. Siempre que había una retrospectiva de la Nueva Ola del cine francés, no me la perdía. Y para qué hablar de las películas de culto chilenas: por entonces, Valparaíso mi amor (1969), de Aldo Francia, o El chacal de Nahueltoro (1969), de Miguel Littin. Estoy hablando de cuando el apagón cultural era más denso que el smog del presente. Años más tarde, luego de ver en el cine la película de Ruiz Tres tristes tigres (1968) —filme dedicado a Joaquín Edwards Bello, Nicanor Parra y al glorioso Club Deportivo Colo Colo—, conocí a Germán Arestizábal, dibujante surrealista y amigo del cineasta. Por él me enteré de las anécdotas que vivieron juntos en París. Decía que le llamaba a cualquier hora y lo hacía actuar en sus largometrajes, como el papel secundario que representó en Diálogo de exilados (1974). En una pausa del rodaje, Germán entabló una conversación con un marroquí, quien le preguntaba en francés:
—¿Eres de Chipre?
—No, de más lejos —le contestó, mientras bebía constantemente vino tinto chileno de la propia botella.
Lo divertido fue que el marroquí no aceptó vino mientras filmaban. Pero una vez terminado el trabajo, ya fuera del set, le pidió la botella y vació más de la mitad de un solo trago, aunque venía de su país donde el alcohol es visto como una herejía.

En esa época Germán estaba casado con la salvadoreña Ana María Dueñas, y ambos compartieron largas veladas en París con Ruiz y Valeria Sarmiento. La ciudad era una fiesta y un respiro, donde se platicaba sin prisa. Allá se encontraron con el mítico poeta Eduardo Molina Ventura, quien decía haber tenido encuentros secretos con Nadja, la misma que describiera André Breton en su famosa novela homónima. Finalmente, le bautizaron como Le Petit Hemingway. Molina se sintió distinguido y pidió que lo invitaran al Café Flore para celebrar.

Los mendigos de la literatura

Por entonces Ruiz ya había filmado La vocación suspendida (1977), basada en una novela de Pierre Klossowski, con quien fue amigo. Y La hipótesis de un cuadro robado (1978), inspirada también en una idea de Klossowski. Su interés me lo explicó mientras bebía aquel vaso de Chivas Regal:

Las historias de Pierre me recordaban querellas políticas chilenas; era una manera de referirme a ellas sin hacerme problemas.

Y luego guardó un silencio como de duelo. Su influencia principal son los libros. Él mismo es un escritor y, por tanto, más que en cualquier otro cineasta latinoamericano, en su trabajo se produce la fusión entre el cine y la literatura. Como tanto lo quiso hacer el novelista Francis Scott Fitzgerald, en su frustrada época de Hollywood; o como lo planteó abiertamente el estadounidense Gore Vidal, para quien el verdadero arte en los filmes es obra de los guionistas. Desde nuestro rincón sombreado en el bar Indianápolis, Ruiz puntualizó:

A estas alturas puedo afirmar que nunca dejé de escribir. Empecé con poemas a los siete años de edad. He seguido componiendo teatro y por un tiempo me dio por escribir novelas. Armé una historia que sigo hasta el día de hoy, pero que será póstuma. En la mayoría de las películas que hago, primero escribo una novela que después adapto; en otras escribo un libro de poemas. En el caso de La ciudad de los piratas, lo hice; también en Las tres coronas del marinero escribí una serie de poemas. Los poemas tienen una función práctica en el cine, que es la de ligar más libremente las imágenes, para provocar asociaciones que no tengan funciones exclusivamente narrativas; digamos, para crear una tensión poética en escenas que no tendrían por qué tener esa tensión, y que se le agrega con esta especie de presupuesto teórico que es el poema.

A comienzos de los ’80, en París, solía animar las reuniones de amigos leyendo sus sonetos, realizados con un apego estricto a las formas clásicas. Finalmente los publicó cuando filmaba El techo de la ballena (1981), donde rinde tributo a Herman Melville, entre otros autores. El océano también posee poética y Ruiz la supo capturar. Dicha sensibilidad se la transmitió su padre, capitán de marina, cuando niño. No en vano su progenitor y un grupo de sus amigos lo apoyaron económicamente para que produjera su primera cinta. La recompensa del viejo fue ver, acompañado por su hijo, Las tres coronas del marinero. Con nostalgia, Ruiz elucubró acerca de esa cinta:

¿Quién era un capitán de buque antes? Era alguien que sabía, como decían los viejos marinos, mirar la cara del océano y así enterarse si estaba de mal genio. No necesitaba de radar ni satélite. A ellos los quise homenajear. Ahora todo está decidido por comités y computadoras y el capitán no tiene nada que hacer. Es un burócrata más: el inspector que cobra los boletos de los trenes.

Tomó un largo sorbo tras la remembranza. Con el paso de las horas, el Indianápolis empezó a recibir nuevos visitantes: artesanos, prostitutas, obreros y gente de paso. El ambiente se tornó espeso. En la barra vi bebedores fuertes, con otros códigos de conducta. Me di cuenta de que no debía mirar hacia las otras mesas, si no quería tener problemas. Entre las luces, recién encendidas, de la Avenida Libertador Bernardo O’Higgins, apenas divisaba la estatua de Andrés Bello.

Ruiz prosiguió como si nada, ensimismado: Todo lo que escribo en francés posee algo de pastiche, de parodia, y es un poco en broma. En castellano son derechamente bromas, aunque de otra manera. Sin embargo, al ver las dificultades económicas de mis amigos escritores, poetas sobre todo, decidí buscar otra forma de ganarme la vida, y fue haciendo películas. Era un modo de sustituir las letras, sin perder mi capacidad creativa. Un mendigo o marginal del cine está en mejor situación, digamos, que un Premio Nacional de Literatura.

Pedí otra ronda mientras le escuchaba hablar de China. Decía que ese país le provocaba una añoranza especial, más aún, sería el único en el cual se sentiría en su casa. Lo encuentra parecido a Chiloé.

Yo no tengo una cara particularmente oriental, pero en ese país me reconocen como chino. ¡Hasta me preguntan direcciones!

Mi desconcierto era mayúsculo, porque en verdad le había preguntado cómo veía el Chile actual. Pero a Ruiz le encantan los laberintos, embromar a sus espectadores y convertirse a sí mismo en un mito. No me dio tiempo para recuperarme, cuando de nuevo contraatacaba:

El país ya no el mismo que conocí. Hay un aire de caducidad psíquica que corroe a Chile de punta a punta. La realidad nacional pareciera amortajar a su gente. Y continúan falleciendo muchas personas. El otro día un amigo me decía que desde hace algún tiempo es necesario consagrarse a los funerales por entero. Esta mañana me dijo otro amigo: Acá me lo he pasado de un estreno a un funeral, y de un funeral a un estreno. Es cierto, el país está haciendo el duelo de la dictadura a través de sus muertos. No se debe a que hayan más fallecidos, sino a que los funerales adquirieron un valor teatral restado a la vida. Antes la teatralidad chilena estaba en la Plaza de Armas, en la Quinta Normal, en las manifestaciones políticas, en los discursos de los políticos. Ahora éstos parecen muñecos a cuerda. Yo creo que dejaron el cuerpo y están viviendo en Europa.

Ya casi no hay bares, pero en los tiempos en que yo estaba en Chile, sobre todo en la época del Il Bosco, había más gente inteligente en los bares que en las universidades, practicando un espíritu universal para examinar todas las disciplinas. Algo inexistente en las universidades chilenas. En mis pocas incursiones en ellas, lo único que percibí fue esa extraña convicción del Chile gris y profundo en que nada es auténtico si no es aburrido. Desde la perspectiva universitaria, el aburrimiento es la condición verdadera.

La última vez que conversamos le regalé la reedición de Chicago Chico, de Armando Méndez Carrasco. Me contó que se había inspirado en el libro Algunos, de José Santos González Vera, para realizar la cinta Días de campo, la cual gira en torno a Federico Gana, escritor chileno de las primeras décadas del siglo XX. Allí actuaron Poli Délano, Manuel Silva Acevedo, Bélgica Castro, Marcial Edwards… Los diálogos de bar del filme, me recordaron la propia vida del cineasta y de su padre. A Ruiz los galos ya no le dicen Raúl, sino Raou”. Pero no por eso se afrancesó su arte, que sigue tan chileno como en su juventud. Recuerdo cuando Jorge Teillier, luego de ver La hipótesis de un cuadro robado (1978), me dijo: Raúl es el mejor pistolero del Far West chileno, y no puede ser ni pesar menos que Orson Welles. Tras despedirme de Ruiz recordé a mi padre y a otros viejos románticos. Ahora la mediocridad es tan grande y todo está previsto…
¿No es cierto, Raúl?